8/11/09

Cólera de un intruso





Cuando la tía Eripsine comenzó a tener fiebre y las alucinaciones, Rómulo comenzó a mostrarse inquieto. Era raro, pero según la tía, nunca en todos los años que llevaba viviendo en esta casa se había sentido así, eran tales los síntomas que de a momentos seguía con la mirada algunos rostros que tomaban forma en las paredes, que aparentemente se mostraban susceptibles a los ojos azules de Eripsine, ya que le escapaban escurridizos y horrorizados. La tía en ese momento no entendía por qué.
Los primeros días, Rómulo logró disimular el miedo a lo peor, pero conforme las alucinaciones y el calor en la frente aumentaban, ese miedo de a poco cosechaba en su cara, y la idea de cruzar el bosque hasta la ciudad en busca de un médico, al cabo de un tiempo dominó toda su mente. Fue entonces, que partió cuando el ocaso, montado a un caballo. Había cargado provisiones suficientes para un día.
La tía, casi no pudo dormir durante la ausencia de Rómulo, en cada sueño lo veía al galope, acercándose, una ventana, luego una lluvia de vidrios, el miedo enroscándole la garganta. La respiración entrecortada se le transformó en la ausencia del hijo querido, y también en la necesidad de mantenerse despierta, con un vaso de agua fresca en la mesita de luz, y la compañía de la sobrina. Mi compañía. Me pedía que le contara cuentos, y como para olvidarse de la fiebre me señalaba la forma de los personajes, y algunas cuestiones de las historias, y a cada momento me decía: “En realidad no importa, para qué tanto detalle, total son cosas que no existen”. Entonces no me molestaba, pero al cabo de unas horas, se hizo insoportable. A cada rato, describía las imágenes de sus alucinaciones, maldecía, las insultaba, hacía el intento de echarlas de la casa, y me miraba con una sonrisa burlona; “Nena, no sabés que feo que es tener estos monstruitos encima, son como pesadillas fuera de mí”. Le expliqué que no era tan malo lo de las alucinaciones, que tal vez podía aprender a convivir con ellas, a aceptarlas como un reflejo de su mente anciana, no podía ser tan malo, al menos debió darles la oportunidad de que se acercaran a ella. Quién sabe, a lo mejor terminaban formando parte de su familia. Pero no, la tía decía que no, que Rómulo le iba a traer una cura, que las alucinaciones iban a desaparecer, que si no era así, lo mismo las iba a ignorar, porque no le interesaba otra persona más que su hijo, con él tenía la compañía que necesitaba.
Comencé a indignarme, a ponerme furiosa. Intenté cambiar de tema varias veces, pero la fiebre la tenía como sedada, sus palabras construían frases que de un modo o de otro, culminaban irremediablemente en lo de las alucinaciones, “no importa nena, de todas maneras no son de verdad, a quién le importa”. Entonces fue cuando me brotó el primer grito, una cólera desdeñosa me latía en la yugular, los dedos se hincaron en la palma de mi mano. Instintivamente, con el puño le asesté un tremendo golpe al vaso con agua y este irrumpió en un estruendo cristalino, los párpados de la tía se abrieron. Sus ojos mostraron esa inquietud clara del desconcierto. Advirtió el por qué de mi recelo; rompió a llorar, e imploró con miedo el nombre de Rómulo, que como un eco, repetían burlonamente las caras de la pared. En medio del llanto, la tía Eripsine espantada intentó levantarse de la cama, pero yo, que ya no estaba en mis cabales, le zurré un mamporro en la cara y la inercia la recostó otra vez sobre el colchón transpirado. Inmediatamente calló, sólo habló de nuevo para pedirme un té, decía que eso la calmaría. Caminé hasta la cocina para preparárselo; mientras echaba el agua en la pava oí un golpe, como la caída de un cuerpo al suelo, parecía ser que Eripsine se había levantado. Casi al unísono se escucharon el galope de un caballo y el trote de la tía acercándose a la ventana. Desde la puerta, que por fortuna se conecta directamente con la habitación de Eripsine que a su vez es comedor, la vi haciendo señas hacia afuera, gritando el nombre de su hijo. No podía dejar que sucediera lo temido, debía hacer algo; tomé el cuchillo más afilado y lo alcé como una espada pequeña. Corrí con desesperación hasta su cuerpo, y le di una puñalada profunda en la espalda, rápidamente se lo extirpé. Doy gracias de que no alcanzó a gritar nada.
Al llegar a la casa, Rómulo rompió en agonía, su madre yacía muerta sobre el marco de la ventana, por suerte para mí, el doctor afirmó que murió de un paro cardíaco, que la fiebre había subido tanto que alguna alucinación podía haber sido la causa de su muerte. La herida en la espalda se borró instantáneamente después de que le retiré el puñal del omóplato izquierdo.
Desde ese día, Rómulo vive solo en esta casa que a cada momento le recuerda a su madre, y ya casi no existo.


Damian Lovagnini Nievas

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