5/9/09

La casa vieja. El cielo.






Aparecí por su espalda y le di un beso en la mejilla, su cuello exhalaba un perfume dulce. Se volvió sorprendido de verme o, probablemente, de que yo lo viera. Me acomodé a su lado en el pasto, con un talón encima del otro. La banda hacía una música exquisita.
-Hablé para que tengas un poco más de tiempo- dijo alegremente. Su voz me trasladó a la primera noche en la casa vieja. La cerradura estaba rota y la ventana tenía un agujero. Nos juntamos en la cama grande, que conservaba la forma del dueño anterior. Todavía estaban su paraguas negro y algunos remedios.
-Percibí que pasó algo extraño- contesté convencida. Esa semana unos dedos habían cambiado algo en mi pecho de lugar. Lo desarraigaron casi con dulzura, tirando de un hilo que se descose, para apoyarlo a unos milímetros de diferencia de donde estaba antes. Me dejaron la impresión de haber superado un peligro. -¿Cuánto me queda de vida?- pregunté.
-No dije eso- contestó riendo. Lo estudié abiertamente. Llevaba las rastas atadas en un lazo y sus hombros eran de carne y hueso. Me dispuse a escuchar la música. En la casa vieja la humedad pintaba las paredes con árboles azules. No teníamos cortinas. Esa primera noche nos dormimos fácilmente. Era verano, en el techo un punto abierto dejaba entrar la luz, parecía una estrella.
A la madrugada desperté y él me estaba mirando. Sonaban trastos moviéndose en el cuarto continuo. Casi a la vez saltamos de la cama. Él sujetó el paraguas como defensa, resultaba divertido, lo seguí tocándole el hombro.
El colchón que habíamos puesto para cubrir el cristal roto e impedir la entrada de ladrones, seguía en su sitio. En el suelo la tapa de una cacerola trastabillaba. La levantó suavemente. Había un gatito.
-No puedo irme- dije de pronto, interrumpiendo el curso de mis pensamientos.- Isabela me necesita.
-Sabrá lo que hacer- respondió, tornándose serio.
-No puedo irme por ella.- insistí.
El recién llegado era gris, no podía abrir los ojos y temblaba. Lo alzó en la palma de la mano, caliente por el sueño. En uno de los estantes, detrás de una máquina de costura, entre una lámpara y un cajón con cubiertos, descansaba la madre. Vivía en el terreno junto a un gato más joven que tenía un ojo defectuoso. Los llamábamos Flaquita y Flaquitín, estaban casi en los huesos. El día anterior les habíamos dado leche y alimento balanceado con sabor a pescado. La gata mostró una panza enorme de repente, entre el esqueleto, pensamos que se trataba de un empacho. Dio a luz a cinco crías, todas amarillas, salvo el gris que había dejado de temblar.
-Lo bueno es que si muero, vamos a estar juntos, vos y yo- celebré emocionada.- Tengo mis defectos, no soy amable con todas las personas, pero soy básicamente buena.-
-Cuidado con esos defectos- aconsejó él. Volvía a sonreír, pero adoptaba un tono grave.- No se puede ir al cielo de a pedacitos y mandar las partes malas a otro lado-.
Los cachorros crecían y caminaban por la casa. El gris era muy travieso, se separaba de los demás y se metía en problemas. Acostumbraba esconderse en mis pantuflas. Lo subía con sus hermanos a la cama y los observaba jugar. A la madre no le gustaba que les diera besos. El gato del ojo torcido estaba celoso, trataba a los pequeños con violencia, a veces ocupaba el lugar de la madre, los atraía hacia él, aunque no tenía leche para darles. Ella no dejaba de robarnos la comida, sabía abrir las puertas de armarios y rompía las bolsas. Me asustaba que me mirara mientras dormía. En el otoño subía a sus hijos arriba del reproductor de dvd porque estaba tibio, tratábamos de que no lo hiciera pero en las mañanas aparecían durmiendo ahí.

Giselle Joandet

No hay comentarios:

Publicar un comentario