La cena

La servilleta blanca resbaló de la mesa, él la recogió lentamente, le temblaba la mano. Tenía el seño fruncido y su mirada era grave. Acomodó la servilleta a un lado del plato.

–No sos un bebé- dijo a Clarisa- que hay que distraer con sonajeros. No sos un bebé.- Ella le sujetó la mano que temblaba, respondió:- Está bien-.

La noche era un gran ladrillo negro, vista desde el rectángulo de la ventana, faltaba el aire en ese lugar, ella hubiera preferido que amaneciera. Ante sí un plato con salmón y hongos que le costaba mucho comer.

Había un aljibe en su pecho, lleno de agua. La gente convivía allí con los lugares, flotando desesperadamente, la mayoría muertos. Si estuvieran en tierra firme, al menos, podría trazarles las líneas rojas de tiza alrededor que les correspondían.

Intentaba comer y el agua crecía, estaba verde y turbia, se preguntó si saldrían por sus ojos sapos.

-Hacele una sonrisita al mozo- sugirió su marido- cuando te sirve el vino- y ella se le quedó mirando.

Él llevaba el cabello cuidadosamente peinado y curvaba la línea de los labios de un modo pretencioso. De vez en cuando miraba hacia a los costados, como esperando que alguien lo saludara desde otra mesa. Manejaba los cubiertos como un príncipe, pero aun le temblaba algo la mano.

Era una lástima que no tuviera grandes sueños que cumplir, pensó Clarisa, él siempre juraba que se los cumpliría todos. Le avergonzaba un poco preferir un domingo mirando películas y comiendo helado, en lugar de una cena lujosa en un buen restaurante como éste.

-Es lo que te merecés –dijo su marido, como si leyera el pensamiento, señaló con la barbilla los candelabros- Voy a cumplir todos tus sueños-.

Clarisa tenía un pozo en el pecho, la noche era un gran bloque negro y por sus ojos podían salir sapos.

-La cena es gratis, ¿no?- preguntó.

-Es lo estipulado, nos invitan la cena porque son clientes. Sino fuera así, te invitaría.-

Se sintió mortificada por hablar de eso.

Giselle Joandet